Nuevamente ha llegado el Otoño a regalarme su melancolía. Mas temor tengo de sucumbir en ésta porque la melancolía no sólo es una tristeza, sino es un deseo sin nada de dolor. Es como si la melancolía se pareciera a la neblina, aquélla que se parece a la lluvia pero, en realidad, no lo es. No sé si la melancolía sea una manera romántica de estar triste o si la melancolía se trata de una manera de tener no teniendo. Es como si tratara de poseer cosas pero sólo de manera temporal. No sé si me explico correctamente. Y mientras el Otoño se me queda mirando pensativo yo le hago saber que tampoco quiero que él me regale recuerdos. Indecisa estoy de aceptar este otro regalo suyo. Y es que hay recuerdos que duelen y otros que nos alegran el alma. ¿Puedo escoger?
- ¡Ay, eres una cobarde! - me dijo seriamente el Otoño. Él está dispuesto a sacudir mis ideas erróneas.
- No entiendo por qué me dices esto - le respondí desconcertada.
- Pues, porque no quieres ni un poco de mi melancolía ni tampoco de mis recuerdos. ¿Qué pretendes? ¿Ir por la vida sin Otoño?
- No, pero ... - le contesté sin poder terminar de hablar porque él me interrumpió.
- Tú sabes que en esta esta época del año los árboles pierden sus hojas y su verdor. La energía que antes se concentraba en las hojas se recoge hacia las raíces para mantenerse durante los meses fríos. Las hojas de los árboles cambian y su color verde se vuelve amarillento o rojo hasta que se secan y caen.
- Lo sé - le respondí - pero es que ...
- ¡¿Qué?! - me retó el Otoño. Aunque no me creas, querido lector, no hay odio en su mirada. Todo lo contrario. Su amor me traspasa el alma. Pero su voz firme y segura me anima a darle una respuesta valedera. Y es así que él me escucha en silencio.
- ¿Sabes? - le dije al Otoño - tú representas para mí la vejez en sentido figurado.
- Entonces, ¿me temes? - me preguntó el Otoño.
- Sí, porque me recuerdas que soy igual de frágil que una hoja cuando cae al suelo y termina secándose y arrugándose.
- Tú te sientes hoja porque quieres - me hizo saber el Otoño. Tú podrías escoger ser árbol, si así lo deseas. Pues, si aprendes a concentrar tu energía positiva en la raíces de tu alma, puedes mantenerte fuerte durante los meses fríos.
- Aunque quiera ser árbol, nunca lo seré - le respondí en un hilo de voz. Yo no viviré eternamente mientras los árboles pueden vivir cientos o miles de años como el árbol viviente más viejo del mundo, una pícea, que se cree nació hace 9 mil 950 años, durante la era glacial y se encuentra en Suecia. Si bien la parte visible del árbol tiene 600 años, su raíz ha estado viva por casi 10 mil años.
- Pienso que tú naciste no para ser hoja, sino para ser árbol, ¿sabes? Y si bien es cierto que tú no vivirás ni cientos ni miles de años en esta vida terrenal que te toca vivir, tú sí puedes ser fuerte como un árbol hasta el último mes de tu vida, si así tú lo quieres - me respondió cariñoso el Otoño. Es más, no me veas con temor porque la vejez hay que asumirla no como algo irremediable sino como el colofón de la tarea cumplida. Tienes que aprender a aceptarla y de ninguna manera de mala gana como si ésta fuera un castigo o una desgracia. No te olvides que si bien la vejez acumula limitaciones, llámese enfermedades, dolencias y hasta cierta soledad, procura que en la ramas de tu árbol sigan existiendo nuevas ilusiones, porque sólo éstas te sostienen así como los pájaros tienen alas.
Esta respuesta suya la tendré en cuenta y luego de despedirme del Otoño, seguí mi camino (ése que me lleva hacia mí mismo) mientras piso las muchas hojas caídas de mi vida. Y aunque mis pasos sean vacilantes y lentos, tomo conciencia que me estoy acercando a la meta, aquélla que me recuerda, una vez más, el sentido de la vida. Allí donde todas las estaciones del año viven en completa armonía.
MARISOL