Érase una vez una niña, llamada Andreína, a la que le gustaba caminar sobre las hojas de Otoño. Pero hoy día como estaba molesta con una amiguita de colegio porque le había roto, sin querer, un lápiz bien bonito, Andreína enojada pisó con fuerza y con rabia las hojas, desprendidas de un árbol muy grande, en el jardín de su casa. Y mientras las hojas gimoteaban porque no les gustaban ser pisoteadas de esa manera, Andreína vió como una hoja se levantaba del suelo y se puso a volar alrededor suyo y le dijo en nombre de todas las demás hojas:
- No quiero que nos pises. Tu rabia no sólo no nos gusta, sino que nos hace daño. No la soportamos.
- Pero, a mí me gusta caminar sobre ustedes, las hojas de otoño, porque me encanta escuchar el crujido que ustedes hacen esté yo molesta o no - replicó Andreína.
- Bien. Pero tu rabia la dejas sentir en todas nosotras - le espetó la hoja con voz firme. ¿Por qué te desquitas con nosotras?
- ¡Aj! Pero sí sólo son hojas, ¡nada más! - dijo malhumorada Andreína.
- ¿Te parezco insignificante? - le preguntó la hoja mientras bailaba, supendida en el aire, alrededor de la niña.
- Sí - le respondió Andreína con voz irónica.
- Pues, no permitiré que me pises porque tu altanería me duele - le contestó la hoja, tan roja como el amor. ¡Qué arrogante eres! Las otras hojas le daban la razón.
- Pero si eres sólo una hoja cualquiera - le dijo Andreína mientras tenía ganas de pisarla para que se callara de una vez por todas.
- Ante tus ojos seré una hoja cualquiera, pero ante la madre Naturaleza, no. Es más, por más que tú te afanes de pisarnos a todas con rabia, nunca podrás mancillarnos, aunque tu rabia nos duela, porque somos parte de ese milagro que se llama Naturaleza.
Andreína quedó muda ante la hoja danzante. Se daba cuenta que a las hojas de Otoño se les debe un respeto aunque las pisemos. En cuanto la niña entendió el mensaje y se disculpó con la hoja, ésta se posó en sus manos. Miedo no sentía. La niña no la trituraría entre sus manos. Más bien, Andreína la acarició y sopló para que ella siguiera danzando en el aire.
De repente, se dejó caer al suelo la hoja y le ordenó a la niña:
- ¡Ahora písame como a las demás hojas!
Andreína la pisó con cuidado. Tenía miedo de hacerle daño. Después de hacerlo la hoja le dijo:
- Si me respetas porque sientes sólo miedo, no es nada bueno. Pero si me respetas porque tu corazón está lleno de bondad, entonces no podrás lastimarme ni a mí ni a las demás hojas cuando nos pises, porque lo que más nos duele no son tus pisadas, sino tu rabia. Andreína antes de entrar a su casa, se dió cuenta que el único símbolo de superioridad (del hombre con la naturaleza) es la bondad. Esto no es sólo la mejor demostración de poderío ante la Madre Naturaleza, sino que la rabia es sólo demostración de debilidad.
Andreína como no quería ser débil hablaría con su amiguita de colegio para que le repusiera su lápiz por otro, parecido al de ella. Además, las hojas de Otoño no merecían ser tratadas con desprecio ni con rabia por algo que no tenían culpa. Andreína se había dado cuenta que sólo podía ser feliz si solamente en su corazón existía el bien (símbolo de la bondad), no tanto para encontrarlo sólo en los demás, sino, sobre todo, en ella misma. Las hojas de Otoño aplaudieron esta nueva actitud de Andreína.
MARiSOL
Imagen sacada de Bing
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