jueves, 29 de marzo de 2012

Compartiendo experiencias

(cuento de la vida real)

Esta foto tipo cuadro cuelga
en el centro oncológico donde yo voy.

El martes tuve la décimo tercera (13) sesión de quimioterapia (en octubre del año pasado me extirparon tres tumores pequeños malignos de mi seno derecho y seis ganglios con células cancerígenas del brazo derecho). Me faltan tres sesiones más y termino con ésta. Después empezaré con la radioterapia (cinco días a la semana durante dos meses) y después el tratamiento hormonal por cinco años. Pues bien, en realidad, no quiero hablar de mí, sino de una mujer ya mayor (de unos 70 a 80 años) que llegó para una transfusión de sangre. Se sentó cerca mío y como ví que ella tenía la necesidad de comunicarse con alguien, dejé que me hablara. 

Ella me contó que el cáncer a los huesos la tenía por momentos bastante adolorida, por más que hacía tanto quimioterapia como radioterapia de manera alternada y llevaba en la piel constantemente una curita grande de morfina, sentía dolor. Ella me contó que su esposo hacía ocho meses había fallecido de cáncer al cólon. Su hija también había muerto, pero hacía un par de años atrás. No sé de qué, porque al ver a la anciana ponerse triste, preferí yo que ella siguiera hablando de su esposo. Me contó varias cosas sobre él y también que tres semanas antes de morir, lo llevó a un hospicio para que allí muriera, puesto que ella (ya con cáncer) no tenía más las fuerzas para seguir atendiéndolo. Sin embargo, ella fué a visitarlo todos los días -durante esas tres semanas- y se quedó a su lado unas seis horas cada día.
- Una excelente idea la del hospicio -le dije. Le pregunté dónde quedaba. Me dió la dirección. Luego después le pregunté abiertamente si ella tenía miedo a la muerte.
-Sí- fué la respuesta de la anciana (no nos dimos nuestros nombres durante la conversación). Y siguió hablando - La idea de no saberme más con vida me aturde. Aunque sienta dolor y sea una anciana me aferro a la vida porque nadie nos garantiza otra vida después de ésta.
- Me alegro que usted sienta ganas de vivir -le dije. Pero no viva pensando que la muerte es algo malo. Nadie se salva de ésta. Más bien, dejémosnos sorprender si existe realmente una continuación... una vida después de la vida. Esta idea es la que me sostiene para seguir adelante.
La anciana me miró. Me sonrió y asintió con su cabeza de manera afirmativa. Luego, poco después, al terminar su transfusión de sangre, nos despedimos porque vino un enfermero para llevarla a su casa en ambulancia. Esta anciana tiene la gran suerte que tiene un nieto de 21 años que vive con ella. La cuida y atiende. De admirar este muchacho joven. Pero llegado el momento, ella querrá que su nieto la lleve al mismo hospicio donde su esposo estuvo.

Al quedarme ya sola, puesto que todavía me faltaba una hora de quimioterapia, me puse a pensar que si bien a mí me parece que mi problema de salud es mínimo al lado de la anciana, lo que sí tenemos ambas en común son las ganas de vivir. 

Marisol 



 

jueves, 22 de marzo de 2012

Disfrutando el momento


Sara y Manuel se citaron para conversar. Tenían mucho que decirse aunque  contaran con pocas horas a su disposión. El hecho de estar juntos (aunque después cada uno de ellos dos regresara a sus respectivos caminos de vida), era el regalo más grande que ambos se pudieron dar. ¡Tanto tiempo había pasado desde que ambos habían sido pareja! Y aunque la ruptura había sido dolorosa, sobre todo, para ella (él la dejó por otra), no habían logrado dejar de pensar el uno en el otro.  Y es que el amor puede llevarnos por caminos insospechados...

Y ahora después de más de treinta años ellos dos se reencontraron. El ambiente era propicio para conversar... pero ellos dos sabían que aparte de querer recordar lo vivido, de analizar sus vidas en retrospectiva, el presente no permitía cabida para promesas de amor. Cada uno de los dos tenía su respectiva pareja e hijos ya adultos y vivían en distintas ciudades. En fin, ellos eran felices a su manera. Por lo menos, lo intentaban.

- ¿Qué es la felicidad? - le pregunta Manuel a Sara en un momento donde sus ojos se encuentran... en el fondo de sus almas.
- La felicidad la entiendo como un estado de ánimo; cuando una persona se siente en paz consigo misma porque cree haber llegado a la meta deseada. Y ésta le proporciona satisfacción y alegría - le responde Sara sonriendo.
- Tu respuesta es de diccionario - alega Manuel. Continúa hablando - Tú y yo estamos de acuerdo en que queremos ser felices, pero en cuanto queremos intentar aclarar esta palabra, empiezan las discrepancias.
- Es cierto - dice Sara. Tal vez hay que asumir la vida tal como es y hacer de ella  lo mejor que podemos teniendo una actitud positiva.
- ¿Sabías que en Oriente la felicidad se concibe como una cualidad producto de un estado de armonía interna que se manifiesta como un sentimiento de bienestar que perdura en el tiempo y no como un estado de ánimo de origen pasajero como se le define en Occidente? Manuel la mira a los ojos. Está serio.
- Yo no me he reúnido contigo para hablar sobre la felicidad, Manuel. Ahora Sara está seria también. No tiene ningún sentido hacernos esta pregunta. Lo que pudo haber sido si hubiéramos quedado juntos... mmmm... la oportunidad la tuvimos. Recuerda que fuiste tú quien terminó conmigo. No yo.
- Tienes razón. Perdona - dice Manuel. Disfrutemos este momento.
Sara agradecida de escuchar estas palabras, levantó su copa para brindar.  Manuel hizo lo mismo. No valía la pena tirar a la felicidad por la borda.

Marisol