miércoles, 11 de marzo de 2015

El ascensorista



Giselle no deja de mirarlo y mientras suspira, se dice para sí misma: Pero, ¡qué guapo es el ascensorista! Y mientras ella lo contempla absorta de su elegancia, sobriedad, estilo, modales y voz, ella piensa que cuando sea grande le gustaría casarse con un hombre como él. Mejor príncipe azul no puede haber en todo el hotel. 

El hotel donde Giselle, niña de ocho años, vive con sus padres (su padre es un renombrado arquitecto y su madre es dueña de una tienda de antigüedades), es un hotel de cuarenta y cinco pisos ubicado en pleno corazón de Manhattan, en Nueva York.  Giselle y sus padres ocupan una suite de 300 m² en el piso treinta y cinco. Por razones prácticas viven en hotel ya que no sólo los trabajos de los padres de Giselle se encuentran cerca, sino también el colegio a donde va su hija. Además cuentan con limpieza diaria, con servicio de lavandería y con comida exquisita que brinda el hotel. Lamentablemente a la madre de Giselle no le gusta cocinar y menos a su esposo.

Pues bien, Giselle, acostumbrada a vivir prácticamente sola aunque esté cuidada por una niñera (una muchacha de 23 años un poco renegona, pero eficiente) durante las tardes, ha trabado amistad con otras personas, mayores que ella, para que espanten su soledad porque no sólo quiere estar con su niñera, la señorita Harrison. Esas personas, con las cuales Giselle ha hecho amistad, trabajan casi todas en el hotel, con excepción del chófer que los padres de Giselle tienen contratado de manera privada. Si bien esas personas no están a su altura (como le suelen decir sus padres a Giselle), son personas de confianza y muy amables de trato. Por ejemplo, Giselle le tiene cariño a la mujer de la limpieza, una afroamericana cuarentona llamada Marta. Esta señora, a parte de saber limpiar, tiene la capacidad de hacer reir a Giselle. La vida resulta agradable a su lado. Luego, está Antonio, el chófer mexicano, quien la lleva a sus actividades extraescolares como clases de equitación y de ballet. Él es parco de palabras, pero trata a Giselle como a una princesa. Luego, Sandy, una muchacha súper simpática que trabaja como recepcionista en el turno de las tardes. Y para finalizar, su príncipe azul, Abdul, un joven de 24 años, de padre y madre egipcios, quien trabaja, desde hace cuatro meses, como ascensorista tres veces a la semana, pero quien ayuda a sus padres, dos veces a la semana, en el pequeño restaurante que tienen, ubicado no precisamente en Manhattan. 

Hoy día Giselle, después que el chófer la recogiera del colegio, entró de frente al ascensor. Allí adentro estaba Abdul.
- Buenos tardes, señorita Giselle - le saludó alegremente el ascensorista.
- ¿Eres feliz? - con esta pregunta saludó Giselle a Abdul mientras su voz estaba cargada de reproche.
- ¡Caramba! - respondió el ascensorista sorprendido. ¡Qué pregunta! Hoy día sí tengo motivos para estar feliz.
- ¿Por qué? - le preguntó Giselle fastidiada.
- Porque tú me has dirigido la palabra - le contestó Abdul mientras le regalaba su mejor sonrisa. 
- Pero, en general, ¿eres feliz? - le  preguntó Giselle. Desde hace unos pocos días que ella se pregunta por qué no es feliz.
- Pues, a decir verdad, creo que yo busco mi felicidad en la felicidad de los demás, como en la tuya, por ejemplo - le dijo Abdul, esta vez, pensativo.   
- ¿Cuán grande es tu felicidad? Giselle lo miraba seriamente. ¿Tan grande como este hotel?
- Yo diría que si tú esperas una felicidad demasiado grande, a la larga, puede resultar un gran obstáculo para tu propia felicidad - le respondió el ascensorista más que pensativo. Estaba empezando a preocuparse por Giselle.
- ¿Sabes, Abdul? A pesar de ser una niña de padres muy ricos, siento que la felicidad  vive en otro piso de este hotel y no en el mío. Además, no cuento con amigas en el colegio. Tenía una buena amiga, pero se ha ido a vivir a California con sus padres.
Abdul se la quedó mirando. En lugar de decirle a Giselle que la felicidad es mejor imaginarla que tenerla, le hizo una pregunta: 
- ¿No crees que la felicidad tiene algo de pena?
- Entonces, ¿quieres decir que yo sí soy una niña feliz? - la pregunta de Giselle salió como un disparo certero de su boca.
- Yo creo que a ti lo que te falta es un hogar, pero tú, Giselle Roberts, eres una niña privilegiada, no tanto por lo material que puedas tener, sino porque en este hotel hay gente que te aprecia y que está al tanto de ti porque te ven muy sola. Yo pienso que es mejor que no aguardes a la gran felicidad. Disfruta, más bien, de esas pequeñas alegrías que recibes cada día en este hotel de parte de todos nosotros.
Después de decirle estas palabras, Giselle abrazó a Abdul. Ojalá que algún día ella pueda encontrar a un príncipe azul, como él, y formar un hogar, sin muchos metros cuadrados a disposición, pero con la lumbre encendida para que su corazón nunca se congele de la pena, porque la pena se siente fría o acaso, ¿es más la soledad?
Después que Abdul la dejara en su piso, él pensó que hablaría pronto con la madre de Giselle; la iría a buscar a su tienda para decirle que le preste más atención a su hija aun con riesgo de perder su puesto de trabajo como ascensorista.

Me consta que así lo hizo. Después que Abdul hablara con la madre de Giselle, ella decidió trabajar menos tiempo y dedicárselo más a su hija. Lo puede hacer porque la tienda de antigüedades es, más que todo, un pasatiempo para ella. Yo, la señorita Harrison, ya no trabajo más de lunes a viernes, sino sólo tres veces a la semana. Pero, no importa, porque me han aumentado mi salario. Además, me quedo algunos fines de semana para cuidar a Giselle cuando sus padres salen con amigos. En un mes me quedaré dos semanas con ella porque sus padres se van de viaje al Caribe.

Días más tarde al encontrar Abdul a Giselle en el ascensor, fué él quien le preguntó si ella es feliz. A lo que ella le respondió que sí con un gran sonrisa y luego le comentó que su madre y ella van a empezar a tomar juntas un curso de cocina una vez a la semana. Abdul contento de saber que la conversación sostenida con la madre de Giselle había tenido un efecto positivo en ella, le dijo que cuando ellas ya puedan cocinar bien, él les pasará unas recetas de su madre. A lo que Giselle le contestó:
- Le voy a decir a mis padres de ir a almorzar este fin de semana al restaurante de tus padres.
- Seguro que ellos se alegrarán - le dijo Abdul. Yo les he hablado de ti.   Se despidieron porque le tocaba a Giselle salir del ascensor. Su niñera la estaba esperando para ayudarla con una tarea de Matemáticas.

Los padres de Giselle aceptaron no sólo la propuesta de ir a almorzar comida egipcia, sino de conocer ese otro mundo del cual venía Abdul, el ascensorista ... ese ascensorista que los había hecho descender hasta el último piso de la realidad, pero que a mí me ha hecho subir al cielo, porque al igual que Giselle, pienso que este ascensorista no sólo es muy guapo, sino que la felicidad viene colgada de sus brazos. ¡Ay! yo sueño que un día él me estreche en los suyos. Pero, shh... que no se entere Giselle que yo también suspiro por Abdul, el ascensorista.

MARiSOL





  Imagen sacada de Bing