martes, 29 de septiembre de 2009

El manto negro

Hasta ahora recuerdo aquella noche bañada de estrellas caribeñas. Las estrellas parecían estar colgadas como pendientes de cristal en el techo del firmamento color azabache y el mar parecía un espejo donde se reflejaban  éstas. Era una noche preciosa, bueno... casi, porque desde que empecé a sentir bajo mis pies un "crash, crash, crash" comencé a sentirme incómoda. ¿Qué sucedía?

Por suerte, la linterna que llevaba en mano me ayudó a reconocer mi espacio y al ver que me encontraba rodeada por miles de cangrejos, casi me morí del susto. No sólo era un cuadro repugnante para mis ojos acostumbrados a soñar despiertos, sino que no me podía imaginar tener que caminar casi un kilómetro de distancia sobre un camino asfaltado de miles de cangrejos hasta la casa donde me encontraba alojada junto con mi familia.

"¡Esto me pasa por querer caminar sola!" - me decía en voz alta como queriendo que los cangrejos se apiadaran de mí y así me dejaran en paz.

Los cangrejos habían decidido sin mi permiso salir de sus escondites no para saludarme, sino para desafiarme. Sus ojos estaban llenos de reproche, sus pinzetas las agitaban en el aire como queriéndome agarrar. Y al ver que habían cangrejos con ojos y pinzetas de todos los tamaños, salí corriendo y pisando sin querer a muchos cangrejos pequeños. ¡Que me perdonaran! pero estaba condenada a matarlos con mis pies. A los más grandes los sacaba de mi camino con una rama grande de palmera que había encontrado en mi camino. Y con cada movimiento mío yo gritaba :¡Háganme camino!, ¡muévanse de allí! y otras frases más...  

Había olvidado por completo que en esa época del año (de abril a junio) los cangrejos salían del mar y llegaban a aparearse a esta isla. Y como por el día el calor era insoportable, pues salían de sus escondites por la noche. Es así,  como tuve que enfrentarme a ellos y abrirme camino a como diera lugar. Al llegar a casa, mi familia me esperaba en la terraza y se reía con el espectáculo que los cangrejos y yo estábamos dando.

Esa misma noche, mientras trataba de dormir porque por el calor no podía, escuché un sonido. Era como si fuera la rama de un árbol que rozaba una pared o un techo de la casa. Pero ese sonido -ya conocido- provenía de las patitas de los cangrejos... se encontraban caminando sobre el techo, paredes, terraza y jardín de la casa. Era un manto negro, compacto, donde no se veía ningún espacio en blanco. Igual como lo que ví horas antes mientras regresaba a casa. Quise gritar, pero no lo hice para no despertar a nadie. Todos dormían apaciblemente, menos yo.

Como no podía conciliar el sueño por el ruido, bajé a la sala y me dirigí al bar para tomar un poco de ron. Después, me fuí a  la cama, pero dormir  no pude. El "crash-crash, crash" siguió hasta el amanecer... después me acostumbré. Tenía que dormir y lo hice. Las noches siguientes también.


Cuando regresé a Berlín junto con mi familia, el más pequeño de mis hijos me confesó no sólo que los cangrejos no le habían gustado, sino que pensaba que podían llegar a nuestra ciudad por tener una cuenta pendiente conmigo.

- Pero, hijo ¿cómo llegarían los cangrejos si no pueden volar ni venir nadando de tan lejos?
- Pues, basta con que vengan unos cuantos cangrejos de polizontes en un  avión. Y ya estando en nuestra ciudad, ellos pueden dar fácilmente con nuestro domicilio.
- ¡Qué idea la tuya! Además, a los cangrejos no les gusta el frío, sino el calor tropical. Ellos ya me olvidaron.
Y mientras decía estas palabras me reía sonoramente. Mi hijo respiró aliviado.

Hace unos días atrás cuando salí en la oscuridad de la noche al jardín porque tenía ganas de contemplar las estrellas y respirar el aire frío otoñal, escuché un "crash, crash, crash" detrás mío. Por suerte no era ningún cangrejo, más bien, era un erizo gordo y negro que buscaba un lugar donde guarecerse. Me dió lástima aquel animalito, pero al imaginar que cientos de erizos -como un manto negro- podían rodearme, entré rápidamente a la casa y cerré la puerta.

Aquella noche soñé que entraban cientos de erizos a la casa, se metían por todas partes, se subían a mi cama y me cubrían toda. Desperté bañada de sudor, pero no por ningún calor tropical...

Marisol

(cuento escrito en oct. 1999)